A la memoria de Luchaa Mohamed Lamin Meilad, un hombre íntegro

Print version | Versión para imprimir

Domingo, 17 de marzo de 2013, a las 04:08:38

Opinión

Por Mustapha Mohamed Lamin Ahmed

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
                 No hay extensión más grande que mi herida,
                 lloro mi desventura y sus conjuntos
                 y siento más tu muerte que mi vida.
                                                                               (Miguel Hernández, Elegía a Ramón Sijé)

''Al día siguiente no murió nadie''. Así arranca y termina Las intermitencias de la muerte, de José Saramago. Parafraseando al genio portugués, podríamos decir que ''después de tu muerte, querido Luchaa, no somos nadie''. Será tarea de algunos, algunos leales, rendirte todos los homenajes que te mereces. Yo, en cambio, quisiera recordarte a mi manera.

Nunca fuiste Luchaa Mohamed Lamin Meilad el amigo de mi padre. Jamás lo fuiste. Siempre fuiste, sin embargo, el tío Ubeid, el querido tío Ubeid, el hombre gigante que aparecía silencioso entre las jaimas de Mahbes, se agachaba para abrazarnos y se quedaba para alegrarnos los largos y hostiles días del verano, paliando un poco nuestro pequeño sufrimiento de niños rebeldes. Ch'hal echabab (اشحال الشباب), preguntabas años más tarde cuando empezaste a ver cómo las caras de aquellos niños con los que jugabas empezaban a deformarse, a metamorfosearse convirtiéndose en ese amorfo y horroroso cuadro de la adolescencia. ¿Cómo está la juventud?, repetías años más tarde, hasta convertir la fórmula en una contraseña cada vez que se dificultaba la identificación por teléfono. Y es que la juventud fue siempre tu preocupación.

  
Y no es una casualidad que lo fuera, porque desde que pusiste los pies en la adolescencia, con el primer movimiento de liberación, empezó tu lucha por este pueblo, no conociste descanso y sí viviste la persecución, el destierro y la vida errante. Y la cárcel en las garras de Amin Dadá que casi te arroja al Lago Victoria cuando te capturó a ti, uld Ahmed y Buekhreis, entre otros, cuando decidisteis que la voz del pueblo saharaui no podía excluirse en la cumbre de ministros de exteriores de la OUA en Kampala en el año 1975. Diste largas caminatas arriesgando tu vida para hacer de enlace entre los estudiantes saharauis en Marruecos y los veteranos del Movimiento de Basiri, exiliados en Mauritania. No te tembló el pulso a la hora de renunciar a todo por todos. De Tan-Tan a Zouerat, de El Aaiún a Argel, de Luanda a Nueva York, de Belgrado a Las Palmas, siempre con la lucha a cuestas. Te sacrificaste y jamás lo exhibiste. Siempre fuiste firme, tenaz, convencido y leal. Muy leal. Fue tanta tu lealtad a este pueblo que te repugnaban los desertores, como cuando apareció aquel Ulises de la traición exhibiendo su mejor sonrisa en El Aaiún para recibirte cuando formabas parte de la delegación de observadores en el proceso de identificación, allá por los noventa, y le negaste el saludo porque es lo que haría cualquier saharaui al que hiere la traición, y en ese gesto afloró el sentimiento humano y no la frialdad diplomática impuesta por el oficio.

Decías lo que pensabas, eso nadie te lo puede negar, y hasta eras capaz de hacer lo que decías. De ti decía tu amigo y hermano Habibulah (otro grande) que eras un hombre íntegro, y no se equivoca. Esta es la mejor definición que he encontrado, porque durante años no sabía cómo definir a un hombre que ejercía sobre mí una fascinación inexplicable, hasta que un día, y de eso hace más de cinco años, tu querido Habibulah me la sirvió sin darse cuenta. Así es, un hombre íntegro es lo que siempre fuiste.

Son tantos los recuerdos que tengo de ti, que no creo que quepan en esta página que en tu memoria escribo. Recuerdo que cuando una enfermedad me obligó a quedarme en los campamentos, a finales de los noventa, en ti encontré un buen aliado, un cómplice, un amigo, un tío, un guía, un compañero de conversaciones: tú te tomabas un té, yo un lipton (Nadhirita, por mimetismo, pedía otro), y afinaba mis oídos para disfrutar de tus charlas fascinado por todo lo que contabas y por cómo lo contabas; no me tratabas como lo que yo era, un completo ignorante, sino como si fuera un igual, te detenías en cada aspecto que te parecía complejo de entender, y con el didactismo de un maestro experimentado aclarabas todas las dudas. Sigo todavía preguntándome cómo cabía tanta sabiduría en una cabeza. A mi edad tengo que lidiar de vez en cuando con las arremetidas incisivas de mis sobrinos, que siempre me desesperan, y ahora me pregunto cómo pudiste aguantar mis interminables, y a menudo superfluas, preguntas, cada cual más absurda que la anterior. Sonreías, meditabas y respondías con mucha calma.

Me sentía culpable por robarle a Abba, Embarka y Nadhira el tiempo de su padre en aquellos meses. Me sentía un usurpador. Hoy nada me apetece tanto como estar con Jatri, Abba, Jalil, Embarka y Nadhira. Y con Ebhaiya, tu viuda. Y nada me duele tanto como estar tan lejos de ellos, porque en este momento, querido tío Ubied, siento más tu muerte que mi vida.

Hasta siempre, tío Ubeid, hasta siempre.

Mustapha

Este artículo proviene de SaharaLibre.es

http://www.saharalibre.es

La dirección de esta noticia es:

http://www.saharalibre.es/modules.php?name=News&file=article&sid=6794

Fuente: SáharaLibre.es