Por
Víctor Rodríguez
Que muchos españoles se sienten en
deuda con el Sáhara se manifiesta en las muestras de compromiso y apoyo, de muy
diversa índole que constantemente se organizan, la mayoría además gestionadas
por asociaciones, plataformas o federaciones. Sin embargo no ha habido poder
político español que haya conseguido ser lo suficientemente firme con las
ansias del pueblo saharaui de poder construir, de una vez por todas, un Estado
propio, siempre capoteando la presión popular con ambiguas declaraciones en el
seno de la inoperante ONU. En realidad todos han querido mantener el status quo para no llegar a una
verdadera solución.
Pero en el último año ni siquiera el status
quo está garantizado, ha habido movimientos extraños y siempre
perjudiciales a los intereses saharauis: el secuestro de los cooperantes en
Tindouf, la circular consular instando a la evacuación urgente de todos los
españoles presentes en los campos de refugiados, con la parafernalia del avión
militar de regreso incluido, la inestabilidad energética de Argelia
(tradicional contrapeso a las aspiraciones marroquíes), o la guerra en Malí.
Todos ellos, acontecimientos que arrinconan al pueblo saharaui por la
arrolladora lógica trasnacional de los intereses económicos energéticos o la
sacrosanta guerra contra Al-Qaeda, razones lo suficientemente poderosas para
que a muy pocos les importe la suerte de un grupo de personas que se tuvieron
que ir de su tierra y viven sin nada en mitad del desierto.
Yo estoy convencido de que la
pobreza es la principal forma de ejercer la violencia, y que, si la mayor parte
de las gentes de este mundo tuvieran lo suficiente para llevar una vida digna,
se acabarían muchos de los conflictos actuales.
Y por el camino, la sociedad organizada, que sigue acogiendo niños en verano,
devolviendo las visitas, o como esta última iniciativa; Caravana andaluza por
la paz al Sáhara de recogida de alimentos no perecederos. Y es que, no se nos
puede olvidar que, a pesar de la situación internacional, y la incapacidad de
llegar a un acuerdo justo, treinta y ocho años después, están las personas, sí
esas que tienen que comer todos los días, esos niños que necesitan educación y,
en general, ese pueblo que, si fuera tratado como individuo, ya hubiera caído
en la depresión más profunda, al saberse desposeído de lo que es suyo, con el
beneplácito de quien le debió haber dejado un mejor legado de despedida.