La casa de Dios

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Viernes, 16 de febrero de 2007, a las 21:03:32

Opinión

La casa de DiosCuando llegué a España, y después de agotar mi visado como turista, fui a visitar un amigo mío, inmigrante sin papeles. Mi amigo, me contó la odisea que él había pasado durante un año en Murcia. Era una historia llena de calamidades, de trabajo duro en los invernaderos, de cruda explotación. Una explotación que sólo estaba en mi imaginación gracias a las novelas de la esclavitud que tan bien recrea el escritor Jorge Amado. Fui con él al pueblo a ver si también yo podía encontrar faena. Me advirtió que al principio, a su llegada a ese pueblecito, nadie quería darle trabajo, simplemente porque no le conocían.
Estuvo 21 días sin poder trabajar. Bajaba del monte donde estaba la casucha -y donde sobrevivía junto a otros compatriotas- cada mañana, tempranito a las seis, en medio de una oscuridad total. Nadie lo escogía, incluso aquella miseria de curro era como una "lotería".

Volvía a casa triste y frustrado.

Los campesinos de ese lugar son gente desconfiada y por lo general llena de prejuicios. Mi amigo al principio le costó encontrar dónde dormir. En el pueblo nadie alquilaba a los inmigrantes, y la única alternativa era buscar los caserones abandonados en la montaña. Aquello no se le podía llamar ni por asomo casa. No tenía agua, ni luz, ni ventanas. Y en cada caserón se amontonaban cinco o seis o los que podían, generalmente por países. Y allí metían el butano de gas para calentar la comida. El techo era frágil y cuando llovía todo se mojaba. El agua había que traerla de los invernaderos, subirla a cuestas en garrafas hasta arriba. Si era posible, uno se bañaba el domingo, y la ropa no se podía lavar, era tan sucia, tanto que era mejor tirarla.

Los domingos los inmigrantes bajaban de sus míseras cuevas al pueblo, iban al bar a tomar algo, cuando se cruzaban con sus jefes que salían de misa, ni siquiera les saludaban como si no los conocieran. Los pocos del pueblo que no iban a la Iglesia se pasaban el día jugando a la petanca. A veces, los niños mientras están jugando en la cancha deportiva y cruzaba por allí un inmigrante o varios les gritaban todo tipo de insultos.

Los sin papeles en ese pueblo de la España profunda se sentían indefensos, caminaban con el cuerpo lleno de miedo por si alguien llamaba a la policía y les hiciera una redada. Si los inmigrantes se van de allí el pueblo se arruinaría. Sin embargo, había también allí una mujer que tenía un corazón lleno de compasión, era dueña de una papelería o algo parecido. Esa señora había acogido dos niñas en su casa. Un verano acogió una niña saharaui (refugiada en el sur de Argelia) y en otro verano hizo lo mismo con una niña de Ucrania (por lo de Chernobil). La mujer guardaba a los indocumentados cualquier papel que tenían, y lo mismo hacía con el dinero que muchos de ellos ganaban allí, porque en las chabolas nada era seguro, ni la vida misma. La única Caja que había en el pueblo no aceptaba abrir cuentas a los inmigrantes sin papeles. Cuando necesitaban algo de dinero ella se los daba y no les cobraba nada, ningún interés. Los inmigrantes llamaban a su casa, "La casa de Dios"

Unos meses después trabajando en el campo también yo conocí la verdadera explotación, sólo faltaba el látigo para ser como en la época de la esclavitud. Eso sigue ocurriendo ahora mismo con todos esos nuevos inmigrantes que llegan a las costas españolas en busca de una vida mejor.
Limam Boicha

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