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Recuerdos del internado (II)

Enviado el Sábado, 11 de agosto de 2007, a las 10:38:40
Tema: Opinión - Enviado por prada
OpiniónEl viernes era el día de las visitas en el internado y muchos se despertaban con una sensación de regocijo, porque sabían que en cualquier momento, podían ver entrar por la puerta principal a sus adoradas madres. Su presencia les alegraba la mañana, quebrantaba la gris rutina del centro y  les proporcionaba mimos, caricias y alimentos, frutos muy escasos en el colegio. Sin embargo, yo detestaba los viernes, porque sabía que mi madre nunca iba a verme, ni familiar alguno, por hallarse lejos, en el campamento de Dajla. No soportaba ese interminable día, en el que me sentía huérfano, y rumiaba que mi familia no me quería, o no les importaba. A veces, me apartaba hasta la cima de la colina, al lado del muro de adobe de la escuela, para que nadie me viera llorar.
No me gustaban los viernes en el internado, aunque el silbato no taladraba tan temprano como el resto de los días, ni se izaba bandera alguna, ningún educador controlaba que tuviéramos la cama bien hecha o desecha, ni que meáramos encima de los muros o lejos, ni si andábamos descalzos o si teníamos la cara lavada o la ropa sucia. Por ser día de encuentro, los maestros se comportaban con menos rigor y hasta con cierto tacto, y podíamos vagar por los alrededores de la escuela, jugar durante horas hasta el agotamiento y correr en cualquier instante a beber agua del estanque, que era de piedras y cemento, más que un depósito, parecía un tanque desmantelado en medio del enorme patio. No me atraían los viernes, aunque intentábamos robar de la cocina y disputábamos con las cabras el pan que les llevaba el cocinero, y cuando el dueño descubría nuestra fechoría nos perseguía con su manguera. No los soportaba, mientras veía los otros abrazados a sus madres que, cariñosas ellas, les resguardaban con sus melhfas de la insolación, mientras les colmaban con galletas y caramelos.

Ya sé que no era tarea fácil llegar al internado, incluso para las personas que vivían en las wilayas más cercanas y sabía que muchas madres tenían que salir de sus jaimas bien temprano por la mañana y caminar hasta el puesto de control para hacer el autostop. Esperar sentadas sobre incómodas piedras, mientras un viento intermitente se colaba en sus ojos, orejas y el resto del cuerpo, un viento tórrido que nunca dejaba de batir sus alas y maltratar planes de la gente. Las visitas eran siempre una incertidumbre, nadie tenía la seguridad de que podría alcanzar su destino. Todo, o casi todo, dependía de que unas carcomidas ruedas pasaran por el puesto de control de Rabuni o Smara, la escuela de mujeres “27 de febrero” o El Aaiún y les llevara hasta el internado.

No había como ahora carretera asfaltada, ni taxis, ni abundantes vehículos privados; el camino era incierto y pedregoso. Varias madres tuvieron que aguantar miles de baches, sentadas en los traseros de camiones, tragar ingentes cantidades de polvo y soportar alocadas velocidades de conductores que presumían ante las miradas femeninas, con tal de ver a sus criaturas. Toda la maquinaria estaba al servicio de la guerra, y la poca que se movía en los campamentos de refugiados eran acatarrados camiones GMC, recuperados tras duras batallas y que en verdad, al ejército saharaui le servían de muy poco, o unos cuantos vehículos de funcionarios y un puñado de Land Rover particulares que conducían abuelos jubilados o militares discapacitados de guerra. El viernes era cuando más se necesitaba el transporte y menos se veía.

Los más de cien kilómetros que separaban el campamento de Dajla del internado, me privaban a mí y a muchos otros niños de cualquier esperanza de visita, hasta la llegada de las vacaciones escolares, estábamos tan resignados que muchos sentían indiferencia ante las aglomeraciones, que se formaban cuando venían las visitas.

Con el transcurso del tiempo, tuve amigos de otros campamentos que recibían visitas y compartían conmigo sus regalos. Recuerdo uno de aquellos viernes, en que sólo vino la madre de Nayem, Um Eljair. Ese día Nayem estaba muy contento, nada más verla salió en carrera, dando saltos como una gacela. Desde cierta distancia veíamos que Nayem no perdía tiempo, y enseguida empezaba a hurgar en el equipaje de su madre, sacar y devorar un par de galletas o algo parecido. Al afortunado, aunque era nuestro amigo, le molestaba nuestra presencia, y al ver que seguíamos merodeando como buitres carroñeros, se paraba y nos brindaba su cara más asesina. Si por él fuera, se zamparía de una sentada todo lo que le había traído Um Eljair, sin ningún tipo de mala conciencia, pero él sabía que su madre no le iba a dejar hacerlo, y en todo momento le estaría prodigando consejos, que tenía que estudiar más, que no debía olvidarse de sus cinco oraciones diarias, y que la comida que le traía tenía que durarle varios días y repartirla con sus amigos.

Nayem sólo tenía una certeza: si no compartía lo que le había traído su madre, ya vendrían otros “viernes” en los que ella no podría visitarlo, y entonces ¿qué haría él, sólo y hambriento?, ¿cómo se las arreglaría cuando lo aislaran por egoísta? Era una ley no escrita que todos respetaban, (a mí me excluían de esa regla por ser el único del grupo de Dajla, el único que no recibía visitas, y creo que lo hacían por compasión) aunque a veces me daba la sensación de que cuando eran los afortunados, preferirían no haber tenido amigos, aunque sólo fuera por un día.

Nosotros, como cazadores, esperábamos que la presa se quedara sola, para poder abordarla y en medio de aquella espera, que nos parecía eterna, intentábamos descifrar el contenido de la funda azul que había traído Um Eljair. La curiosidad excitaba nuestra hambre perruna, sobre todo porque el viernes desaparecía del desayuno aquella triste rebanada de pan y en su lugar repartían un puñado de galletas, cada una del tamaño de una uña del dedo gordo de la mano. Por lo menos el diseño de aquellas galletas era divertido: galletas con forma de estrella, coches-galleta, camiones-galleta, y andábamos jugando con esos vehículos comestibles. Les poníamos nombres y sonidos, los conducíamos por carreteras imaginarias y escenarios de combates con otros coches-galletas, a algunas les caían los neumáticos de un leve mordisco, otros vehículos podían repostar en el depósito de leche, pero esa gasolina era mortífera porque los difuminaba en el líquido. Si a un coche se le acababa el combustible iba directo a la boca y allí era engullido con mucho placer.

Las visitas entraban después del desayuno, pero ya el hambre calentaba nuestros estómagos como si no hubiéramos probado nada durante la mañana. Por ello, horas después, mientras esperábamos a Nayem, nos preguntábamos una y otra vez ¿qué había en aquella funda azul? El más pesimista hablaba de que podría ser ropa, sandalias, o cosas por el estilo. Había quien deliraba y señalaba que la funda desprendía olor a carne, esa idea era rápidamente descartada por soñadora. La opinión general giraba entorno a que el contenido de la funda debía ser pan, dátiles o azúcar.

Cuál sería nuestra sorpresa cuando ya en la habitación con Nayem descubrimos que el contenido de la funda era gofio, alrededor de dos o tres kilos. Un gofio mezclado con azúcar y aceite. Era un delicioso bocado y todos pretendíamos más, pero aquél día Nayem no tenía hambre y guardó la funda dentro de su oxidado baúl de color verde, más que baúl era una vieja caja de hierro para guardar balas, reconvertida en una especie de maletín. Ante nuestra insistencia nos prometió que en otro momento repartiría otra ronda del preciado gofio.

Al día siguiente, durante el recreo, todos salimos disparados hacia el baúl de Nayem, él lo abrió e hizo el ajustado reparto, pero aquella mañana Nayem parecía estar de buen humor, debía haber comido de la funda sin que le viéramos, y se le ocurrió divertirse. Introdujo su mano en la funda y sacó su puño lleno, lanzó al aire la bola de gofio, para que saltáramos, a ver quién llegaba más alto. Nos arrojábamos hacia arriba como aves de rapiña, disputando la comida en el aire y no sé quién capturó el bocado. Volvió a preparar otro, el segundo lanzamiento fue a parar al techo de zinc y allí se quedó, justo encima de la cama de Nayem. Durante unos segundos todo quedó paralizado, en espera del regreso del ansiado bocado. Pasaron los minutos y la pelota seguía aferrada al techo de metal. En medio de aquella incertidumbre sonó el silbato que anunciaba el fin del recreo,y tuvimos que volver a clase.

Al regresar al dormitorio, para nuestra sorpresa, la bola seguía aferrada, como adoptando una terca postura, y nos convencimos de que ya era irrecuperable. Durante aquellos días el calor se había intensificado y los educadores nos obligaban a hacer la siesta después de comer. La siesta era tediosa, eterna. No había nada con que matar aquellas lentas horas, sólo cabían dos posibilidades, dormir o dar vueltas en la cama hasta el cansancio, lo peor era la falta de oxígeno, en cuanto uno cerraba los ojos, una extraña forma, indescriptible le empujaba a caer en un pozo de terribles pesadillas, y la verdad es que salir de las garras de ese monstruo del calor era como volver a nacer.

Recuerdo que en medio de la siesta, mientras dormíamos o hibernábamos, o las dos cosas a la vez, bajo la frágil sombra de metal, cayó encima de Nayem la bola del gofio. Él se levantó sobresaltado como si despertara de otra pesadilla, pero cuando reconoció el objeto y comprobó su sabor, no salía de su asombro. El fruto había madurado bajo las viejas costillas de zinc. Nayem nos lo enseñó y probamos aquella delicia de gofio tostado a fuego lento.

Durante el tiempo que duró el contenido de la funda, a la hora de la siesta, Nayem entregaba a cada uno una pelota de gofio y todos la lanzábamos hacia el techo, donde se quedaban pegadas. Eran como semillas que esparcíamos encima de nosotros. Poco a poco las gotas de sol se derramaban, regando las planchas de zinc. Horas después ese cielo salvador nos devolvía a cada uno una fruta madura y espléndida.

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