Por Mustapha Mohamed Lamin Ahmed
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi
herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
(Miguel Hernández, Elegía a Ramón
Sijé)
''Al día siguiente no murió nadie''. Así arranca
y termina Las intermitencias de la muerte,
de José Saramago. Parafraseando al genio portugués, podríamos decir que ''después
de tu muerte, querido Luchaa, no somos nadie''. Será tarea de algunos, algunos
leales, rendirte todos los homenajes que te mereces. Yo, en cambio, quisiera recordarte
a mi manera.
Nunca fuiste Luchaa Mohamed
Lamin Meilad el amigo de mi padre. Jamás lo fuiste. Siempre fuiste, sin
embargo, el tío Ubeid, el querido tío Ubeid, el hombre gigante que aparecía
silencioso entre las jaimas de Mahbes, se agachaba para abrazarnos y se quedaba
para alegrarnos los largos y hostiles días del verano, paliando un poco nuestro
pequeño sufrimiento de niños rebeldes. Ch'hal
echabab (اشحال الشباب), preguntabas años más tarde cuando empezaste a
ver cómo las caras de aquellos niños con los que jugabas empezaban a
deformarse, a metamorfosearse convirtiéndose en ese amorfo y horroroso cuadro
de la adolescencia. ¿Cómo está la
juventud?, repetías años más tarde, hasta convertir la fórmula en una
contraseña cada vez que se dificultaba la identificación por teléfono. Y es que
la juventud fue siempre tu preocupación.
Y no es una casualidad que lo fuera, porque
desde que pusiste los pies en la adolescencia, con el primer movimiento de
liberación, empezó tu lucha por este pueblo, no conociste descanso y sí viviste
la persecución, el destierro y la vida errante. Y la cárcel en las garras de
Amin Dadá que casi te arroja al Lago Victoria cuando te capturó a ti, uld Ahmed
y Buekhreis, entre otros, cuando decidisteis que la voz del pueblo saharaui no
podía excluirse en la cumbre de ministros de exteriores de la OUA en Kampala en el año 1975.
Diste largas caminatas arriesgando tu vida para hacer de enlace entre los
estudiantes saharauis en Marruecos y los veteranos del Movimiento de Basiri,
exiliados en Mauritania. No te tembló el pulso a la hora de renunciar a todo
por todos. De Tan-Tan a Zouerat, de El Aaiún a Argel, de Luanda a Nueva York,
de Belgrado a Las Palmas, siempre con la lucha a cuestas. Te sacrificaste y
jamás lo exhibiste. Siempre fuiste firme, tenaz, convencido y leal. Muy leal.
Fue tanta tu lealtad a este pueblo que te repugnaban los desertores, como
cuando apareció aquel Ulises de la traición exhibiendo su mejor sonrisa en El
Aaiún para recibirte cuando formabas parte de la delegación de observadores en
el proceso de identificación, allá por los noventa, y le negaste el saludo
porque es lo que haría cualquier saharaui al que hiere la traición, y en ese
gesto afloró el sentimiento humano y no la frialdad diplomática impuesta por el
oficio.
Decías lo que pensabas, eso nadie te lo puede negar, y hasta eras capaz de hacer lo que decías. De ti decía tu amigo y hermano Habibulah (otro grande) que eras un hombre íntegro, y no se equivoca. Esta es la mejor definición que he encontrado, porque durante años no sabía cómo definir a un hombre que ejercía sobre mí una fascinación inexplicable, hasta que un día, y de eso hace más de cinco años, tu querido Habibulah me la sirvió sin darse cuenta. Así es, un hombre íntegro es lo que siempre fuiste.
Son tantos los recuerdos que tengo de ti, que no creo que quepan en esta página que en tu memoria escribo. Recuerdo que cuando una enfermedad me obligó a quedarme en los campamentos, a finales de los noventa, en ti encontré un buen aliado, un cómplice, un amigo, un tío, un guía, un compañero de conversaciones: tú te tomabas un té, yo un lipton (Nadhirita, por mimetismo, pedía otro), y afinaba mis oídos para disfrutar de tus charlas fascinado por todo lo que contabas y por cómo lo contabas; no me tratabas como lo que yo era, un completo ignorante, sino como si fuera un igual, te detenías en cada aspecto que te parecía complejo de entender, y con el didactismo de un maestro experimentado aclarabas todas las dudas. Sigo todavía preguntándome cómo cabía tanta sabiduría en una cabeza. A mi edad tengo que lidiar de vez en cuando con las arremetidas incisivas de mis sobrinos, que siempre me desesperan, y ahora me pregunto cómo pudiste aguantar mis interminables, y a menudo superfluas, preguntas, cada cual más absurda que la anterior. Sonreías, meditabas y respondías con mucha calma.
Me sentía culpable por robarle a Abba, Embarka y Nadhira el tiempo de su padre en aquellos meses. Me sentía un usurpador. Hoy nada me apetece tanto como estar con Jatri, Abba, Jalil, Embarka y Nadhira. Y con Ebhaiya, tu viuda. Y nada me duele tanto como estar tan lejos de ellos, porque en este momento, querido tío Ubied, siento más tu muerte que mi vida.
Hasta siempre, tío Ubeid, hasta siempre.
MustaphaPor Mustapha Mohamed Lamin Ahmed
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi
herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
(Miguel Hernández, Elegía a Ramón
Sijé)
''Al día siguiente no murió nadie''. Así arranca
y termina Las intermitencias de la muerte,
de José Saramago. Parafraseando al genio portugués, podríamos decir que ''después
de tu muerte, querido Luchaa, no somos nadie''. Será tarea de algunos, algunos
leales, rendirte todos los homenajes que te mereces. Yo, en cambio, quisiera recordarte
a mi manera.
Nunca fuiste Luchaa Mohamed
Lamin Meilad el amigo de mi padre. Jamás lo fuiste. Siempre fuiste, sin
embargo, el tío Ubeid, el querido tío Ubeid, el hombre gigante que aparecía
silencioso entre las jaimas de Mahbes, se agachaba para abrazarnos y se quedaba
para alegrarnos los largos y hostiles días del verano, paliando un poco nuestro
pequeño sufrimiento de niños rebeldes. Ch'hal
echabab (اشحال الشباب), preguntabas años más tarde cuando empezaste a
ver cómo las caras de aquellos niños con los que jugabas empezaban a
deformarse, a metamorfosearse convirtiéndose en ese amorfo y horroroso cuadro
de la adolescencia. ¿Cómo está la
juventud?, repetías años más tarde, hasta convertir la fórmula en una
contraseña cada vez que se dificultaba la identificación por teléfono. Y es que
la juventud fue siempre tu preocupación.
Y no es una casualidad que lo fuera, porque
desde que pusiste los pies en la adolescencia, con el primer movimiento de
liberación, empezó tu lucha por este pueblo, no conociste descanso y sí viviste
la persecución, el destierro y la vida errante. Y la cárcel en las garras de
Amin Dadá que casi te arroja al Lago Victoria cuando te capturó a ti, uld Ahmed
y Buekhreis, entre otros, cuando decidisteis que la voz del pueblo saharaui no
podía excluirse en la cumbre de ministros de exteriores de la OUA en Kampala en el año 1975.
Diste largas caminatas arriesgando tu vida para hacer de enlace entre los
estudiantes saharauis en Marruecos y los veteranos del Movimiento de Basiri,
exiliados en Mauritania. No te tembló el pulso a la hora de renunciar a todo
por todos. De Tan-Tan a Zouerat, de El Aaiún a Argel, de Luanda a Nueva York,
de Belgrado a Las Palmas, siempre con la lucha a cuestas. Te sacrificaste y
jamás lo exhibiste. Siempre fuiste firme, tenaz, convencido y leal. Muy leal.
Fue tanta tu lealtad a este pueblo que te repugnaban los desertores, como
cuando apareció aquel Ulises de la traición exhibiendo su mejor sonrisa en El
Aaiún para recibirte cuando formabas parte de la delegación de observadores en
el proceso de identificación, allá por los noventa, y le negaste el saludo
porque es lo que haría cualquier saharaui al que hiere la traición, y en ese
gesto afloró el sentimiento humano y no la frialdad diplomática impuesta por el
oficio.
Decías lo que pensabas, eso nadie te lo puede negar, y hasta eras capaz de hacer lo que decías. De ti decía tu amigo y hermano Habibulah (otro grande) que eras un hombre íntegro, y no se equivoca. Esta es la mejor definición que he encontrado, porque durante años no sabía cómo definir a un hombre que ejercía sobre mí una fascinación inexplicable, hasta que un día, y de eso hace más de cinco años, tu querido Habibulah me la sirvió sin darse cuenta. Así es, un hombre íntegro es lo que siempre fuiste.
Son tantos los recuerdos que tengo de ti, que no creo que quepan en esta página que en tu memoria escribo. Recuerdo que cuando una enfermedad me obligó a quedarme en los campamentos, a finales de los noventa, en ti encontré un buen aliado, un cómplice, un amigo, un tío, un guía, un compañero de conversaciones: tú te tomabas un té, yo un lipton (Nadhirita, por mimetismo, pedía otro), y afinaba mis oídos para disfrutar de tus charlas fascinado por todo lo que contabas y por cómo lo contabas; no me tratabas como lo que yo era, un completo ignorante, sino como si fuera un igual, te detenías en cada aspecto que te parecía complejo de entender, y con el didactismo de un maestro experimentado aclarabas todas las dudas. Sigo todavía preguntándome cómo cabía tanta sabiduría en una cabeza. A mi edad tengo que lidiar de vez en cuando con las arremetidas incisivas de mis sobrinos, que siempre me desesperan, y ahora me pregunto cómo pudiste aguantar mis interminables, y a menudo superfluas, preguntas, cada cual más absurda que la anterior. Sonreías, meditabas y respondías con mucha calma.
Me sentía culpable por robarle a Abba, Embarka y Nadhira el tiempo de su padre en aquellos meses. Me sentía un usurpador. Hoy nada me apetece tanto como estar con Jatri, Abba, Jalil, Embarka y Nadhira. Y con Ebhaiya, tu viuda. Y nada me duele tanto como estar tan lejos de ellos, porque en este momento, querido tío Ubied, siento más tu muerte que mi vida.
Hasta siempre, tío Ubeid, hasta siempre.
Mustapha"Tópicos Asociados" | Entrar/Crear Cuenta | 0 Comentarios |
Los comentarios son propiedad de quien los envió. No somos responsables por su contenido. |